En un momento de valentía, lo hice. Escribí una carta sincera de tres páginas, derramando todo lo que había guardado durante tanto tiempo, y un poco más. Reuní todas las cartas que ella me había escrito y me dirigí a su casa.

De pie en su puerta, toqué el timbre. La sorpresa en su voz al darse cuenta de que era yo no tenía precio. "Soy yo, ¿puedes bajar?" le dije, y ella bajó a recibirme.

Con el corazón apesadumbrado, le dije: "Basta. No puedo continuar así. No quiero. Te deseo felicidad. Aquí están tus cartas. Para mí, han perdido su significado, porque la persona que las escribió ya no existe. También te entrego esta carta en la que me he sincerado por completo."

Ella titubeó y respondió, "La leeré y luego te diré..."

Sacudí la cabeza y le dije: "No. Por favor, no digas nada. No hay nada más que decir."

Nos abrazamos en un momento agridulce, compartimos un último beso que pareció enviar temblores por su cuerpo y su mente. Fue un instante de intensa emoción mientras nos mirábamos a los ojos por última vez antes de que me diera la vuelta y me marchara.

Caminando lejos de allí, sentí cómo el peso del pasado se desvanecía lentamente de mis hombros. Avancé una cuadra, encendí un cigarrillo y me permití llorar a corazón abierto en Plaza San Martín. Pero para cuando crucé Esmeralda, las lágrimas habían cesado. Fue un momento de cierre, y desde entonces, no he vuelto a derramar una lágrima.

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