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Posted by : Candy Zapata
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Jeanne-Antoinette Poisson, duquesa-marquesa de Pompadour y marquesa de Menars, con paridad francesa, conocida como Madame de Pompadour (París, 29 de diciembre de 1721 - Versalles, 15 de abril de 1764), fue una muy famosa cortesana francesa, la amante más célebre del rey Luis XV, además de una de las principales promotoras de la cultura durante el reinado de dicho rey.
Madame de Pompadour, la favorita de Luis XV de Francia, fue
una de las mujeres más extraordinarias, cultas e influyentes del siglo XVIII.
Sus contemporáneos estuvieron de acuerdo en cuanto a la contribución que ella
hizo a las artes francesas y el control que ejerció con encanto y delicadeza
sobre ese estrato social tan difícil. Se transformó en árbitro del buen gusto
en la moda y en muchas otras cosas –una sonrisa o un gesto de disgusto de su
parte podía hacer triunfar o fracasar una pieza teatral, una obra musical, una
pintura o una escultura-. Su interés en el arte era intenso, dedicado y
estimulante. La mayoría de las creaciones que encargaba pasaban a manos de la
Corona y, de no ser por la Revolución, hubiesen permanecido en Francia.
Jeanne-Antoinette Poisson deslumbraba desde los 17 años a
los círculos más exclusivos de París. Había sido educada como una cortesana de
gran clase: canto, clavicordio, danza, declamación, pintura y dibujo, recibió
además lecciones de cómo moverse con gracia, cómo contar una historia y cómo
sostener una conversación ingeniosa. Aprendió a montar con elegancia y a vestir
a la perfección luciendo sus ropas con garbo. En 1741 se casó con Charles
Guillaume Le Normant d’Etioles, señor del encantador castillo d’Etioles,
situado en el Valle del Sena.
Rica y culta, Madame d’Etioles estaba en la posición ideal
para frecuentar los salones intelectuales parisienses, como el de Madame
Geoffrin, en cuyas selectas tertulias de los miércoles reunía a los más
prestigiosos académicos y hombres de talento. Era una de las pocas mujeres
admitidas allí.
En verdad, se considera a la futura marquesa de Pompadour
como una de las damas más completas de la época (y de todas las épocas). Los
filósofos destacaban su inteligencia y sus modales elegantes. En realidad, ella
nunca desarrolló conocimientos profundos en materia de filosofía, arte o
religión. Su principal habilidad radicaba en su sutileza, su buen gusto y su
habilidad para captar lo esencial e introducir en cualquier conversación un
toque de ingenio. La combinación de su belleza, su aspecto delicado, su deseo
de complacer y sus dotes sociales daban como resultado una joven formidable.
No resulta pues, sorprendente, que la lista de conocidos y
admiradores de Jeanne-Antoinette creciese a diario, hasta llegar a círculos
aristocráticos y finalmente a la Corte. El rey, sin embargo, ya había
identificado a la encantadora castellana de Etioles.
La propiedad de Etioles era una de las que bordeaban el
bosque real del Sénart, donde el rey y su corte iban a cazar en agosto de cada
año. Allí los árboles se habían talado creando amplios caminos que conformaban
estrellas, con el fin de procurar la comodidad y el placer de los cazadores.
Los invitados del rey solían reunirse con estos últimos en el centro de esas estrellas,
en cuyos claros daban magníficas comidas. La burguesía estaba completamente
excluida, pero era tradición dar a los señores de las propiedades vecinas las
llaves de las puertas del bosque, para que pudiesen seguir al rey en sus
carruajes. Durante cuatro temporadas, Madame d’Etioles había usufructuado este
privilegio y era así como conocía cada sendero del lugar.
El monarca gozaba practicando la caza y participando de los
banquetes campestres. Había incentivado a sus cortesanos a crear atuendos acordes
para esas ocasiones, en las que jinetes y monturas rodeados de perros de caza y
estandartes flameando conformaban un grandioso espectáculo. En aquella ocasión
memorable de 1744, Madame d’Etioles, luciendo exquisito atavío de satén color
de rosa, seguía la cacería real conduciendo un faetón azul cielo. Sus amplias
faldas casi cubrían las ruedas rosadas y se tocaba con un tricornio color coral
con un velo también rosa. Agitando un pequeño látigo con cintas azules,
manejaba con destreza los ponies, tratando de tener siempre a la vista al rey.
Llevaba junto a ella una cesta con gardenias y, detrás, sosteniendo una
sombrilla de seda color coral, estaba su sirviente negro. Era imposible que el
rey y la corte ignorasen aquella imagen en rosa y azul, siempre admirada.
Algunos veían en ella la posibilidad de destronar a la favorita del momento y
no faltó quien murmurase que la pequeña d’Etioles era un sabroso manjar con que
se podía tentar al rey. Luis no tenía esos pensamientos, pero tanto en Choisy,
donde se hospedaba, como en el castillo d’Etioles, notaron que el monarca le
enviaba obsequios más selectos que al resto de las damas vecinas.
Era el comienzo. La dame en rose, nombre con que se conocía
a Jeanne-Antoinette en el círculo del rey, pertenecía a la burguesía, por lo
que era imposible presentarla al monarca, pero los bailes de Carnaval
proporcionaron el marco apropiado. A la etapa previa al carnaval de 1745 se
agregaba el aliciente de las celebraciones por la boda del Delfín de Francia
con la Infanta María Teresa de España, a cuyas mascaradas el rey podía acudir
de incógnito. La ceremonia religiosa formal tuvo lugar el 23 de febrero. La
noche siguiente se celebró en Versailles un multitudinario baile de disfraces
con una esplendidez memorable.
Luis XV, disfrazado de tejo, con gran sombrero de tafeta
verde con hojas, flirteó esa noche con una bella disfrazada de Diana con un
traje de dominó rojo cereza y que apuntaba una flecha de plata hacia su
corazón. Se trataba de la gentil cazadora de los bosques del Sénart y Luis no
tenía ojos más que para ella.
Ese mismo año se decretó la separación de Monsieur y Madame
d’Etioles y el día 7 de julio Jeanne-Antoinette recibió la primera carta de
Luis dirigida a “madame la marquise de Pompadour” y sellada con el lema Discret
et Fidèle. El soberano había decidido revivir el antiguo pero recientemente
extinguido título para honrar y enaltecer a la mujer que amaba. Junto con el
escudo de armas (tres torres de plata en campo de azur) había comprado la
propiedad de Pompadour al príncipe de Conti. Casi inmediatamente fue instalada
discretamente en el palacio de Versailles y desde entonces hasta su muerte,
acaecida veinte años después, la marquise –como siempre la llamó el rey- tuvo
el reinado supremo sobre el corazón del rey y sobre la corte.
Para que Madame de Pompadour fuese aceptada como amante
oficial de Luis XV, se le diese el título de maîtresse en titre y tuviese un
lugar de importancia en la corte, era necesario que fuese presentada públicamente
al rey, la reina, el delfín y las princesas. Esta tradición había existido
durante siglos y, por embarazosa que fuese, no era posible evitarla. Más aún,
ella tendría que parecer aceptable a toda la familia real ante la presencia de
la corte entera. Debió ser intimidante para ella. Acompañada por su prima,
madame d’Estrades, y otra dama, Jeanne-Antoinette lucía espléndida en su traje
de muselina
blanca y falda de satén ricamente bordada.

Ante la mirada de la corte, las tres damas atravesaron de
una a otra galería atestada desde la cámara del consejo del rey hasta las
habitaciones de la reina. Los cortesanos tenían aún más curiosidad por ver la reacción de María Leczinska ante la nueva rival y se agolparon en la Galería de los Espejos. Era tradicional que se expresase la falta de aprobación haciendo un par de comentarios acerca del vestido de una dama. Ni la vestimenta ni los modales de la marquesa de Pompadour podían ser criticados, así que la corte atónita escuchó cómo María Leczinska hacía una amable referencia a una amiga en común, la única aristócrata que los Poisson conocían. Jeanne-Antoinette esperaba cualquier cosa menos esto. Ruborizada y confusa, le presentó su más profundo respeto. A diferencia de su madre, el remilgado delfín despreció a madame de Pompadour con una observación sobre su vestido. Los bandos se habían formado.
Una vez superada la temida presentación, la marquise se
instaló a vivir en Versailles, en una suite de seis habitaciones medianas en el
Attique du Nord, que daban a una terraza-jardín. Aquel era el verdadero oasis
del rey. Estaba llena de plantas y flores, de animales domésticos como gatos,
palomas, pájaros exóticos y los perritos falderos de Jeanne-Antoinette que
aparecen a menudo en sus retratos. Las habitaciones contenían muchos pequeños
muebles y todo tipo de chucherías. En su estudio de laca roja lleno de libros
con su escudo impreso en la tapa, objetos de arte y flores recibía interminable
cantidad de gente que iba a presentarle sus respetos. En medio de ellos, con su
perro en la falda, se sentaba madame de Pompadour en la única silla, lo cual
significaba que, por importante que fuese el visitante, debía permanecer de
pie. “Señora del rey y del universo”, escribió el marqués de Valfons, “estaba
rodeada como una reina en su toilette”. Para completar el cuadro, los atuendos
de la Pompadour estaban diseñados para combinar con los colores de los
ambientes.
Antes de su llegada a Versailles, la vida de
Jeanne-Antoinette había estado dedicada al estudio y la búsqueda de la calidad
y la belleza. Había aprendido mucho, y en el delicioso edén de su terraza, la
amante de Luis XV podía crear un mundo en miniatura de encanto y paz. Voltaire
la homenajeó con exageración diciendo: “Vous réunissez tous les arts, tous les
goûts, tous les talents de plaire” (“En ti todas las artes, todo el gusto y la
habilidad de complacer están verdaderamente unidas”).
Madame de Pompadour comenzó a adoptar el clásico molde de
una amante real. Con la ayuda del arquitecto del rey, Jacques-Ange Gabriel,
empezó a reformar las muchas casas del soberano, una a una, con su gusto
exquisito, pero lo hizo sutilmente, sin que se hiciese evidente una revolución
en el estilo. Sus apartamentos privados en todos los palacios estaban
conectados con los de Luis y, dentro de su territorio, tenía asegurada la
privacidad.
Durante el transcurso de su vida, madame de Pompadour
adquirió suficientes obras de arte, muebles, pinturas, esculturas, jarrones
bibelots y otros objetos como para llenar varios museos. La suya fue una de las
colecciones más grandes que jamás pudiese reunir una persona. Además, comenzó a
adquirir, construir y reconstruir casas y apartamentos. El castillo de Crécy
fue la primera de sus muchas hermosas residencias; luego vino el célebre
castillo de Bellevue –este monumento a la perfección del gusto reunió a los más
brillantes artesanos de Francia- y después Brimborian, su casa de verano, el
castillo de Menars en el Loire, el Hermitage en Compiègne, el elegante pequeño
Hermitage en Versailles (otro refugio donde podía estar a solas con el rey), el
Hôtel des Reservoirs en Versailles (utilizado más que nada como una casa extra
para invitados y personal) y el uso, durante tres años, del castillo de Champs.
En París era dueña del Hôtel d’Evreux (hoy el Palacio del Elíseo) y un
apartamento en el Convento de los Capuchinos. Por otro lado, tenía apartamentos
a su disposición en casi todos los palacios reales: Versailles, Fontainebleau,
Choisy, Trianon, Saint-Hubert, Compiègne, Marly. El rey encargó a Gabriel que
construyese para ella el Petit Trianon pero la marquesa murió antes que
estuviese terminado.
El enorme torbellino de obras y adquisiciones, que costaría
a la nación treinta y seis millones de libras, alimentó su manía de acumular
cosas bellas y mantuvo entusiasmado al rey. Debido a que las casas de la
marquesa y sus contenidos sobrevivieron a la Revolución y llegaron a ser parte
de la herencia nacional de Francia, los grandes gastos valieron la pena, ya que
ningún patrono francés del siglo XVIII tuvo un ojo más agudo para discernir la
calidad ningún lugar más que Francia podía permitirse un presupuesto
ilimitado.
Posiblemente madame de Pompadour amaba más la porcelana que
cualquier otra forma de arte. Ella
patrocinó las tres fábricas reales de
Francia: Saint-Cloud, Chantilly y Vincennes y sugirió al rey que comprase esta
última, trasladándola a la ciudad de Sèvres, cerca de Bellevue. Bajo su ojo
vigilante, para 1756 los productos de Sèvres rivalizaban con los de Meissen de
Dresden. Se producían nuevas formas con los colores más bellos: lapislázuli,
celeste turquesa, verde claro y el famoso rosa Pompadour, del cual se creía
erróneamente que era su favorito (La marquesa dejó después de su muerte más de
trescientas piezas de porcelana en todas sus casas y sólo aparecen diez de este
color; la mayor parte eran de diferentes tonos de azul). La simplicidad de los
primeros productos, especialmente las figuras en biscuit blanco con esmalte
blanco, era un reflejo del gusto exquisito de la favorita.

Es verdad que madame de Pompadour amaba el rococó, pero en
realidad ella siempre adoptaba lo que estaba de moda. Al enviar a su hermano,
el marqués de Marigny, a estudiar a Italia, seguramente estaba reconociendo el
gradual cambio hacia el clasicismo. Los retratos de Boucher que datan de 1756 a
1759 y los de Drouais de 1763 y 1764 la muestran posando junto a un mobiliario que
incorpora motivos clásicos. Durante su tiempo, la inclinación hacia el
neo-clasicismo en todas las artes incluyó estas formas y motivos con tanta
libertad y calidez en los colores, que el efecto fue más romántico antes que
después de la Revolución.
Desde el momento en que la Pompadour llegó a Versailles como
maîtresse en titre de Luis XV, tomó para sí el papel de patrona suprema de las
artes y cultivó la compañía de los artistas. Además de buen gusto, ella poseía
una comprensión innata del temperamento artístico y alentaba, guiaba, halagaba
y, lo que es más importante, pagaba a quienes hacía encargos y lo hacía rápido
y bien. Aunque no tenía límites para alentar a artistas y escritores, sí los
tenía, y muchos, respecto de su propia curiosidad artística. Durante su vida
vendió casas y joyas, pero nunca obras ni objetos de arte, de modo que el
inventario de las posesiones que tenía al morir es un verdadero documento de
sus preferencias.
En realidad madame de Pompadour contribuyó más a las artes
decorativas que con las bellas artes de su tiempo, sobre todo en lo relacionado
con porcelanas, muebles y objetos. Era fanática de la decoración de interiores
y continuamente embellecía sus casas y apartamentos. Inspiraba y creaba nuevos
diseños para telas y papeles para revestimientos y sugería nuevas formas para
sillas y mesas, que mandaba construir en maderas exóticas importadas. Ya a
mediados del siglo XVIII mandó hacer muebles à-la-grecque, que anunciaban el
estilo que luego sería conocido como Luis XVI. Todos sus muebles, sus
alfombras, gobelinos y porcelanas eran de la mejor calidad, cosa que
garantizaba un estricto juicio efectuado
anualmente por los distintos gremios
antes de la revolución.

Su celebridad quedó pasmada en telas, en mármol y en
escritos y su imagen, como verdadera reina del rococó, permanece por siempre
fresca, delicada y sensible. Como era bella y decorativa y llevó las
frivolidades casi al rango de las artes, los detractores de la Pompadour muchas
veces no reconocieron su clara visión política. Siempre quedará como un debate
abierto si su influencia política fue positiva para Francia. La tragedia de ese
país fue que un intelecto, una sensibilidad y un coraje tan grandes como el de esta
mujer, totalmente dedicados a Luis XV, no apareciesen con más frecuencia en
estadistas y generales. De haber sido así, la historia de Francia en la segunda
mitad del siglo XVIII hubiese sido completamente diferente.
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