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Posted by : Candy Zapata
(Lucrecia Borja o Borgia; Subiaco, 1480 - Ferrara, 1519)
Noble y mecenas italiana a la que tradiciones poco fundamentadas atribuyen toda
clase de crímenes y vicios, hasta el punto de haber sido erigida en prototipo
de maldad. Último miembro influyente de la poderosa y corrupta estirpe de los
Borgia, en su corte de Ferrara favoreció el mecenazgo de escritores y artistas
y acogió a sus familiares tras la caída de su padre. Mujer extraordinariamente
hermosa (su belleza angelical fue inmortalizada por Pinturicchio), Lucrecia
Borgia creció en aquellas exquisitas y también depravadas cortes donde era
común servir pócimas envenenadas a los invitados con elegante ademán y también
sonrisa obsequiosa.
Su familia procedía de Borja, una región española situada en
los confines orientales de la sierra del Moncayo, en la actual provincia de
Zaragoza, aunque en el siglo XIII se estableció en Valencia. Uno de sus
antepasados, el obispo Alonso de Borja (1378-1458), pasó de Játiva a Roma y se
convirtió en papa con el nombre de Calixto III, practicando desde entonces un
descarado nepotismo que tuvo su principal beneficiario en su sobrino Rodrigo,
padre de Lucrecia. Rodrigo, tras sortear la animadversión desatada por los
romanos contra los Borja tras la muerte de su tío, se valió de su fortuna para
hacerse 1492 con el papado, convirtiéndose en el papa Alejandro VI.
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Lucrecia Borgia
(detalle de un supuesto
retrato de Bartolomeo Véneto)
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La familia se escindió en dos ramas cuando el mayor de los
hijos de Rodrigo de Borja, Pedro Luis (1458-1488), compró el ducado de Gandía a
Fernando el Católico y casó con una prima de éste, María Enríquez. Pronto
ducado y esposa serían heredados por su hermano menor, Juan, mandado asesinar
en 1497 por otro de sus terribles y envidiosos hermanos, César Borja, aunque
los duques de Gandía permanecerían desde entonces ajenos a los asuntos de
Italia, dando origen a una casta jalonada de personalidades notables entre las
que destacan San Francisco de Borja, nieto de Juan, y el virrey del Perú
Francisco de Borja y Aragón (1577-1658).
Mientras tanto, entre la fecha en que Alejandro VI fue
promovido a la dignidad pontificia y la de su muerte, que le acaeció en 1503,
los Borja, que habían italianizado su apellido convirtiéndose en los Borgia, se
fortalecieron en el poder hasta el extremo de que, por un momento, pareció que
se podían adueñar de toda Italia, suscitando con su actitud la unánime inquina
de las familias patricias de Roma.
Además de Pedro Luis y Juan, Alejandro VI fue el progenitor
de César, nacido en Roma en 1475, y de Lucrecia, cinco años más joven que éste,
todos ellos nacidos de su amante Vanozza Catanei. El escudo de su familia
llevaba un toro de oro sobre terraza recortada de sinople con bordura de gules
cargada de ocho llamas también de oro. A pesar de la acomodación de su apellido
a la lengua del país de adopción, padre e hijos mantenían en su correspondencia
privada el catalán, dando con ello origen a una estrafalaria leyenda sobre el
lenguaje cifrado utilizado por los Borgia, naturalmente alimentada por sus
capciosos enemigos.
Veraz es sin embargo el recurso frecuente que se les
atribuye a un veneno secreto, probablemente arsénico, con el que despachaban
expeditivamente a sus contrincantes políticos, pero esta apelación a los
bebedizos ponzoñosos era relativamente habitual en aquella turbulenta y poco
escrupulosa época, y no patrimonio exclusivo de los Borgia, como se ha
pretendido maliciosamente. Baste recordar que Alfonso el Grande recibió una
advertencia de sus galenos para que no leyera el libro de Tito Livio que Cosme
de Médicis le había regalado, porque las páginas estaban impregnadas de un
polvillo tan invisible como letal; que la silla de mano del papa Pío II
apareció untada de un extraño veneno, y que toda Italia estaba intrigada por la
composición del tósigo líquido con que fue asesinado el gran pintor Rosso
Fiorentino.
Alejandro VI, cuya actividad diplomática más relevante fue
sin duda la célebre bula Inter caetera (1493), que repartía las tierras del
Nuevo Mundo entre España y Portugal, casó a los trece años a su hija Lucrecia
con Giovanni Sforza, pero cuatro años más tarde logró deshacer el compromiso
alegando impotencia del marido. En realidad, su propósito era unirla, como así
haría en agosto de 1498, con su segundo cónyuge, Alfonso, príncipe de
Bisceglie, bastardo de la familia real de Nápoles, con quien tuvo un hijo,
llamado Rodrigo, en noviembre del año siguiente.
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Lucrecia Borgia (supuesto retrato en
La disputa de Santa Catalina, de Pinturicchio)
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Por aquel entonces César Borgia, que, como era de esperar,
había tenido una fulgurante carrera eclesiástica, siendo nombrado obispo de
Pamplona a los dieciséis años (1491) y arzobispo de Valencia y cardenal a los
veinte, abandonó su condición sacerdotal y se casó con Catalina de Albret,
hermana del rey de Navarra. En su cuerpo comenzaban a advertirse los estragos
de la sífilis, pero ello no le impidió aliarse con el rey Luis XII de Francia
y, tras recibir el título de duque de Valentinois, acompañarle en su conquista
del Reino de Nápoles en 1501. Como prueba de buena voluntad, previamente había
hecho estrangular en las gradas mismas de las escaleras de San Pedro al esposo
de su hermana, Alfonso de Aragón, en agosto de 1500. Se cuenta que la víctima
venía de asistir a un espectáculo muy poco edificante protagonizado por cinco
meretrices.
Éstas habían sido detenidas, acusadas de diversos crímenes y
condenadas a la horca, pero se les ofreció la gracia de que se les conmutaría
la pena si se prestaban a actuar como estatuas de la Voluptuosidad en la arena
durante una corrida de toros. Ante la alternativa de una muerte segura,
naturalmente aceptaron y aparecieron en la plaza desnudas sobre un pedestal y
cubiertas por un barniz dorado. Los astados mataron a dos de ellas, que se
movieron presas de pánico, antes de que los señores acribillasen con sus
flechas a la bestia, pero las otras tres, que salieron ilesas de aquella fiesta
atroz y fueron paseadas triunfalmente en el mismo carro que transportaba a los
toros muertos, no corrieron mejor suerte, porque a pesar de los esfuerzos que
hicieron por la noche para desprenderse del indeleble barniz que las cubría,
fallecieron en medio de espantosas agonías.
Fue entre esta fecha y la de su posterior y postrero
matrimonio, en diciembre de 1501, con Alfonso de Este, primogénito del duque de
Ferrara, cuando la vida disoluta de la Lucrecia veinteañera dio pábulo a la
leyenda negra que se cierne sobre ella. Durante este período de alegre viudez
se entregó a todos los excesos y orgías en el escenario corrompido del
Vaticano, dando a luz un hijo fruto de amores incestuosos con su propio padre y
llegando incluso a desempeñar por tres veces la máxima dignidad en los asuntos
de la Iglesia.
El eximio poeta vanguardista y desaforado pornógrafo francés
Guillaume de Apollinaire noveló aquellos festines, desmesuras, obscenidades y
escándalos en una obra maldita y poco conocida que se tituló La Roma de los
Borgia, publicada en 1913 y raramente reeditada. Aunque el relato se centra
sobre todo en las perfidias maquiavélicas de César Borgia, ofrece asimismo
numerosos pasajes en los que describe las perversiones de su deslumbrante
hermana. La novela atribuye, por ejemplo, los amores entre Lucrecia y Alejandro
VI a una mala jugada de César. Fue en el curso de una de esas locas y
licenciosas fiestas a las que se entregaban con gran pasión los romanos de la
época. Estaban en ella presentes, junto a una multitud selecta de cortesanos,
además del papa, sus dos extraordinarios hijos y la que, por entonces, era su
amante preferida, Julia Farnesio.
Después del banquete, amenizado con música de laúd, arpa,
rabel y violón, y bien surtido de exquisitos vinos de Capri, Sicilia y moscatel
de Asti, los regalados cuerpos sintieron llegada la hora voluptuosa. César
Borgia, que actuaba siempre de maestro de ceremonias, organizó entonces el
juego de las candelas, un divertimento consistente en que, mientras se apagaban
las luces, los convidados se entrelazaban libremente y se besaban a su sabor.
Las bocas de las mujeres eran copas donde los hombres bebían vinos generosos,
al tiempo que las aliviaban de sus rasos y terciopelos y soltaban sus cabellos
para que cayeran libremente sobre los senos desnudos.
El juego, en el que estaba prohibido hablar y que servía de
pretexto para desatar los apetitos febriles en una apoteosis orgiástica,
consistía en mantener en la boca una candela ardiendo mientras todo el mundo
hacía esfuerzos para apagarla, y era obligatorio caminar a cuatro patas. Por lo
común las cortesanas reemplazaban enseguida las bujías por confituras que los
hombres trataban de atrapar en la misma boca y nunca se tardaba demasiado en
que la oscuridad se hiciera completa. Alejandro VI buscaba a su amante, a la
que apenas podía reconocer por su collar, pero en el remolino de cuerpos César
había quitado esa joya a Julia Farnesio y la había puesto al cuello de
Lucrecia. Alejandro VI creyó tener así entre sus brazos a su amante cuando en
realidad poseía a su adorable hija. La lasitud sobrevino tras los jadeos, y una
luz tenue reveló la figura yaciente y encantadora de Lucrecia que dormía con
placidez. Lejos de arrepentirse de aquella indeliberada monstruosidad, tras
sobreponerse de la sorpresa inicial, el papa acarició los bucles sedosos de su
linda niña.
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Detalle de un supuesto retrato de Lucrecia
Borgia atribuido a Dosso Dossi (c.1518)
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Durante los espectáculos que se representaban en el jardín,
sus invitadas se acompañaban de delicados pajes de labios pintados de rojo y
perfumados con algalia, almizcle y ámbar, cuya misión consistía en ofrecer a
las mujeres, sentadas sobre los tapices que las protegían del fresco contacto
con la hierba, trozos de torta, mazapanes y refrescos en bandejas de plata.
Pero entre todos destacaba uno, admirable por su moldeado torso desnudo y sus
blancos brazos de Narciso, que la anfitriona confió deferente a la encantadora
cortesana Alessandra.
La representación comenzó con la lectura de poemas de amor
mientras el jardín iba siendo invadido por una completa oscuridad, a la que
siguió una comedia con escenas mitológicas, amenizada por grotescas máscaras,
disputas de locos y jorobados que se propinaban golpes con vejigas de cerdo.
Pero antes de que la farsa concluyera las embriagadas damas habían hallado
mejor distracción en los cuerpos flexibles y serviciales de los mancebos,
quienes desarreglaban entre risas las sedas y encajes y dejaban la huella
bermeja de sus labios en los rostros complacientes de sus frenéticas
compañeras. Estando muy avanzada la velada y los cuerpos molidos y saciados, se
convino en repetir aquellas orgías, y las alegres mujeres se despidieron
envidiando sobre todo a la agraciada Alessandra. Pero la más feliz aquella
noche era sin duda Lucrecia, sabedora de que la satisfecha Alessandra, amante
del ahora cornudo Eliseo Pignatelli, no tardaría en contagiar a su detractor la
ponzoñosa sífilis que su joven paje le había transmitido.
Sea o no cierta esta cruel travesura y las anteriores
circunstancias que rodearon el incesto que los historiadores parecen haber
confirmado, la depravada Roma, que asistía impasible a que el Vaticano se
hubiera convertido en un lupanar y a que en su seno proliferaran los crímenes
sin tasa, difícilmente podía condenar la inmoralidad de Lucrecia Borgia,
víctima de un tejido perenne de conspiraciones y de una época en que la vida
humana apenas poseía ningún valor.
Lo cierto es que Lucrecia celebró después su tercer
matrimonio con el heredero del ducado de Ferrara y que, cuando se trasladó a su
nuevo hogar, en febrero de 1502, apenas contaba veintidós años. Al año
siguiente moría su padre y el ilusorio poder omnímodo de los Borgia se
desmoronaba a manos de otras familias igualmente desalmadas y expeditivas.
Algunos de los bastardos de César Borgia se refugiaron en la corte de su tía,
en Ferrara, mientras que Jofre, uno de los hermanos menores de Lucrecia, se
retiró a Nápoles, donde ostentó el título de príncipe de Squillace.
Por su parte, el artero César Borgia sobrevivió muy poco
tiempo al descalabro general, y después del breve pontificado de Pío III, desde
el 22 de septiembre al 18 de octubre de 1503, la elección como sucesor del peor
de sus enemigos, el cardenal Giuliano della Rovere, que adoptó el nombre de
Julio II, acabó de un plumazo con sus ambiciones. Julio II no tuvo empacho en
faltar a la palabra que le había dado a César y mandarlo detener en Ostia,
obligándole a abdicar de todas sus posesiones en la Romaña, y en perseguirle
más tarde con saña hasta que consiguió que Gonzalo Fernández de Córdoba le
arrestase y le enviase a España. Allí padeció prisión durante dos largos años
en los castillos de Chinchilla y de la Mota hasta que, en un nuevo alarde de
astucia, determinación y temeridad, logró evadirse de este último. Murió, no
obstante, poco después, a consecuencia de las heridas sufridas en una
escaramuza en Navarra, en cuya corte se había refugiado.
A partir de 1505, Lucrecia se convirtió, tras la muerte de
su último esposo, en la duquesa de Ferrara, y durante algunos años por su
brillante corte desfilaron artistas famosos como Ariosto y Pietro Bembo, que se
consagraron a cantar su belleza y sus visibles encantos. Misteriosamente, por
algún motivo inexplicado, en 1512, con sólo treinta y dos años y sin que su
lozanía se hubiese aún marchitado, comenzó a gustar de la soledad y se apartó
de los fastos cortesanos y de las pompas ceremoniosas. Se mostraba retraída y como
si fuera la contramoneda misma de la dulce, alegre y desaprensiva joven que
había sido, y esta actitud inopinada, lejos de delatar un carácter voluble y
tornadizo, no hizo sino acreditar su obstinación y su firmeza, porque
permaneció en ella hasta el fin de sus días, durante siete interminables años.
Todas las especulaciones son válidas para explicar tan
extraña actitud, incluso las de quienes suponen un tardío arrepentimiento y un
recogimiento encaminado a rumiar las culpas y excesos de la vida pasada. Pero
aunque esta beatífica e improbable versión de los hechos sea cierta, no podrá
nunca creerse que Lucrecia se encerró en sus últimos años en una intransigente
castidad, porque murió en 1519, desgarrada por los dolores, a consecuencia de
un aborto.